El llamado de la sombra.
- Daniela Michelle Zabala Arango
- 20 may 2015
- 4 Min. de lectura
Arturo ya completaba unas 12 horas acostado en su cama, inmóvil y temeroso pues lo ocurrido ese día en la mañana lo había dejado desconcertado, no sabía qué pasaba, solo sabía que se sentía vacío. Allí quieto en su pequeña cama, comenzó a ver una sombra que se acercaba lentamente como si buscara a alguien, sentía los pasos de la sombra y cada vez ese sonido estaba más c
erca. Él solo movía sus ojos, no se quería mover, pues no sentía miedo de aquella sombra que le rondaba.
La sombra llegó hasta el marco de su habitación, en la última pieza la casa, que no era muy grande, solo tenía dos habitaciones, una pequeña cocina y un balcón; y allí estaba aquella sombra parada en el marco de la puerta. Era pequeña, no era muy alta, logró distinguir su cabello en la oscuridad de la noche, y esa lo hizo pensar en lo que había sucedido esa mañana, razón por la cual estaba inmóvil en su habitación.
Arturo es un gordito simpático, que siempre se sienta afuera de su casa, para ver pasar la gente, a algunas personas las conoce y las saluda, a otras las mira simplemente, se sienta en su banca de madera desde las 8 a.m. hasta las 6 p.m., cuando se para para ir a prepararse su comida. Vive solo, su esposa María murió hace 10 años, cuando apenas tenían 40 años, a causa de un cáncer en los pulmones producto de fumar casi toda su vida.
Arturo vive solo pero no está solo, tiene tres hijas y siete nietos que van a visitarlo cada semana. Los domingos por la tarde, como costumbre, se sientan en el balcón y juegan cartas. En esas tardes él se siente acompañado, pues su esposa le dejó un gran vacío. Él extraña que ella tendiera su cama, extraña su comida, extraña su voz y extrañaba su presencia siempre alegre.
Era lunes luego de pasar un domingo bien acompañado, Arturo estaba solo, se levantó a las siete de la mañana con su pi
jama de cuadros azules y negros, que tanto le gustaba. Inmediatamente se paró de su cama, fue a la cocina por su primer vaso de tinto, lo necesitaba para estar bien despierto, luego comenzó a buscar cuál sería su desayuno, miró en la nevera y había únicamente una arepa y un huevo para cocinar, así que prendió el fogón y se hizo el desayuno.
Cuando terminó el desayuno Arturo notó que no sentía lleno, no sentía la comida en su estómago, le pareció raro y buscó algo más para saciarse, no tenía hambre pero tampoco sentía su estómago lleno. Encontró una galletas para comer, tomó una en su mano y la miró, luego mordisqueó la galleta, empezó a masticarla y sintió que la tragó pero no sintió más el pedazo de galleta, no sintió que había pasado por su garganta, ni llegado a su estómago. Desesperado empezó a comer más y más galletas pero no sintió nada, luego de comer muchas galletas se dio por vencido. Y en vez de ir a sentarse en su banca de madera, se fue a la cama desconcertado, caminaba con paso lento por su gordura y mientras iba no dejaba de pensar por qué no sentía comida en su estómago, por qué no se sentía lleno.
Mientras estaba tumbado en la cama, boca arriba empezó a pensar y así estuvo por horas, pasó el almuerzo y no se dio cuenta, solo notó el paso de las horas cuando ya no pudo ver más el techo, por qué no entraba luz a la habitación, solo cuando no pudo ver nada se dio cuenta de que habían pasado casi doce horas desde aquel episodio del desayuno. No se había parado de su cama en todo el día y no sentía ganas de nada, no sentía hambre, no sentía ganas de ir al baño, no sentía su respiración, no sentía ni su cuerpo, ni nada dentro de él, solo podía ver.
Así que Arturo llegó a la conclusión de que estaba muerto, pero no era un muerto normal, de eso estaba seguro, porque seguía consciente, él estaba pensando y recordaba todo. Imaginaba que cuando uno moría no se acordaba de nada y menos que una persona muerta podía pensar, entonces se dijo a sí mismo – Si estoy muerto no debería poder moverme, debo intentar moverme. Sin embargo, pensó mucho rato y llegó a la conclusión de que no quería averiguar si estaba o no muerto, pensaba en sus hijas y nietos, pensaba en la reacción de ellos, no sería capaz de verlos desconsolados.
Arturo dejó de recordar que era lo qué lo había llevado a estar allí y se percató de que la sombra seguía allí, lo llamaba constantemente. Arturo no hizo nada, tenía miedo, pensaba que era la muerte que venía por él.
Amanecía y la sombra esclarecía. Era una niña, parecía de cinco años. Ella lo seguía llamando insistentemente. Arturo se llenó de valor. Fue donde ella estaba, y para su sorpresa, la niña comenzó a hablar. Ella le dijo – Hola, soy Sara y tengo cinco años, vamos a jugar. Él accedió y comenzó a jugar cartas en el balcón con ella, así la pasó todo el día, ninguno de los dos se levantó de la mesa para nada, entonces Arturo comprendió que sí estaba muerto, y que ese era el cielo.
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